21 de febrero de 2013

La regla de oro: el sentido del otro.



“Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.” (Mt 7,12)



Estas palabras del Evangelio de hoy, conocidas como “la regla de oro” tienen hoy absoluta vigencia, o mejor: ¿tienen hoy absoluta vigencia?

El AT lo expresa en negativo: no hagan a los demás… Ahora Jesús las coloca en positivo: hagan. Esto no es un simple cambio lingüístico para expresar lo mismo con otras palabras. El llamado es mucho mayor y más exigente. Es más fácil no hacer que hacer. Porque es más fácil ser pasivo que activo.

Dicho de otro modo: cuesta más salir de uno mismo que mirarse el ombligo. De hecho, es casi nuestra actitud cotidiana contemplar y velar por nuestro propio ombligo. Y por el contrario, implica esfuerzo, ascesis, y perseverancia mirar más allá de uno mismo.

Alguna vez alguien -perdón por la precisión- definió el pecado como el “estar encorvado sobre sí mismo”. Es el peso del egoísmo el que una y otra vez anida en nuestro corazón.

Eso es justamente lo que nos nubla la vista. Y con la vista-sin-vista no podemos reconocer al otro, ni al totalmente Otro. Con los ojos nublados perdemos el “sentido del otro”. El miope yoísmo excluye al otro y al Otro. No hay lugar para los otros, para el Otro, donde sólo impero Yo.

Resulta interesante –por no decir urgente– en esta cuaresma y a lo largo de toda la vida, revisar nuestra mirada, repasar el “sentido del otro”. ¿A quién se dirigen nuestros ojos? y ¿por qué?

Mirar al Traspasado, mirar a Cristo. Porque es Él quien nos enseña y nos ensancha el horizonte de nuestra mirada. Los ojos fijos en las manos de nuestro Señor, parafraseando el salmo. Mirar a Cristo y contemplarlo, porque Él ha mirado nuestra pequeñez, porque Él nos ve aun cuando todavía estamos lejos para salir corriendo a nuestro encuentro y colgar sus brazos en nuestro cuello (Lc 15). Porque su mirada es compasiva. Porque su mirada es nuestra vida. Porque su mirada nos salva, nos descentra.

Que en este tiempo podamos elevar la vista y encontrar, en los ojos del Señor, el llamado y la fuerza para hacer por otros lo que Cristo hace por nosotros. Amén.

19 de febrero de 2013

Privilegio y humildad...



En su última visita al seminario de Roma –última por partida doble: la más reciente y la definitiva–, el Papa Benedicto XVI compartió una Lectio Divina con los seminaristas, a la luz de 1 Pe 1,3-5 (“Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizorenacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo. Porque gracias a la fe, el poder de Dios los conserva para la salvación dispuesta a ser revelada en el momento final.”)

El comienzo de la carta dice: “Pedro, Apóstol de Jesucristo, saluda a los que viven como extranjeros, dispersos en el Ponto, en Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, a los que han sido elegidos” (1 Pe 1,1).

Dejo, a continuación, un extracto de sus palabras, las que –como siempre– son impresionantes. (Se me han venido a la memoria del corazón muchos rostros, con distintas situaciones personales, de fe, etc. Espero encuentren en estas palabras aliento y alimento para el –a veces– arduo y estrecho camino de la fe). En ese sentido, y ya lo dejo hablar al Papa, he pensado que si bien las palabras que siguen se dirigen a seminaristas, le caben muy bien a cualquier cristiano. Ahora sí, con ustedes, Benedicto XVI:



… Elegidos: me parece que vale la pena reflexionar sobre esta palabra. Somos elegidos. Dios nos conoce desde siempre, antes de nuestro nacimiento, de nuestra concepción; Dios me quiso cristiano, católico, me quiso sacerdote. Dios ha pensado en mí, me ha buscado a mí entre millones, entre muchos, me ha visto y ha elegido, no por mis méritos que no existían, sino por su bondad. Ha querido que yo sea portador de su elección, que es siempre también misión, sobre todo misión, y responsabilidad por los demás. Elegidos: debemos estar agradecidos y alegres por este hecho. Dios ha pensado en mí, me ha elegido como católico, a mí como portador de su Evangelio, como sacerdote. Me parece que vale la pena reflexionar muchas veces sobre esto, y volver a entrar en este hecho de su elección: me eligió, me quiso; ahora yo respondo.

Tal vez hoy nos tienta decir: no queremos estar contentos por haber sido elegidos, sería triunfalismo. Triunfalismo sería si nosotros pensáramos que Dios me eligió porque soy grande. Esto sería realmente triunfalismo equivocado. Pero estar contentos porque Dios me ha querido no es triunfalismo, es gratitud. Pienso que debemos volver a aprender esta alegría: Dios ha querido que yo nazca así, en una familia católica, que haya conocido desde el comienzo a Jesús. ¡Qué gran don ser amado por Dios, de tal modo que he podido conocer su rostro, he podido conocer a Jesucristo, el rostro humano de Dios, la historia humana de Dios en este mundo! Estar alegres porque me ha elegido para ser católico, para estar en esta Iglesia suya, donde subsistitEcclesiaunica; debemos estar alegres porque Dios me ha dado esta gracia, esta belleza de conocer la plenitud de la verdad de Dios, la alegría de su amor.

Elegidos: una palabra de privilegio y de humildad al mismo tiempo. Pero «elegidos» —como decía— está acompañado de «parapidemois», dispersos, extranjeros. Como cristianos estamos dispersos y somos extranjeros: vemos que hoy en el mundo los cristianos son el grupo más perseguido porque no son conformistas, porque es un estímulo, porque están contra las tendencias del egoísmo, del materialismo, de todas estas cosas.

Ciertamente los cristianos no son sólo extranjeros; somos también naciones cristianas, estamos orgullosos de haber contribuido a la formación de la cultura. Hay un sano patriotismo, una sana alegría de pertenecer a una nación que tiene una gran historia de cultura, de fe. Pero, como cristianos, somos también siempre extranjeros, —la historia de Abrahán, descrita en la Carta a los Hebreos. Somos, como cristianos, precisamente hoy, siempre también extranjeros. En los lugares de trabajo los cristianos son una minoría, se encuentran en una situación de extrañeza; asombra que uno hoy pueda aún creer y vivir así. Esto pertenece también a nuestra vida: es la forma de ser con Cristo Crucificado; este ser extranjeros, viviendo no según el mundo en el que viven todos, sino viviendo —o tratando al menos de vivir— según su Palabra, en una gran diversidad respecto a lo que dicen todos. Y precisamente esto es característico para los cristianos. Todos dicen: «Pero todos hacen así, ¿por qué yo no?». No, yo no, porque quiero vivir según Dios. San Agustín dijo una vez: «Los cristianos son aquellos que no tienen las raíces hacia abajo como los árboles, sino que tienen las raíces hacia arriba, y viven esta gravitación no en la gravitación natural hacia abajo». Roguemos al Señor para que nos ayude a aceptar esta misión de vivir, en cierto sentido, como dispersos, como minoría; de vivir como extranjeros y ser incluso responsables de los demás y, precisamente así, dando fuerza al bien en nuestro mundo.

Llegamos finalmente a los tres versículos de hoy. Quisiera sólo subrayar … tres palabras: la palabra regenerados, la palabra herencia y la palabra custodiados por la fe.

Regeneradosanaghennesas, dice el texto griego— quiere decir: ser cristiano no es simplemente una decisión de mi voluntad, una idea mía; yo veo un grupo que me gusta, me hago miembro de este grupo, comparto sus objetivos, etc. No: ser cristiano no es entrar en un grupo para hacer algo, no es un acto sólo de mi voluntad, no primariamente de mi voluntad, de mi razón: es un acto de Dios. Regenerado no concierne sólo al ámbito de la voluntad, del pensar, sino del ser. He renacido: esto quiere decir que llegar a ser cristiano es sobre todo pasivo; yo no puedo hacerme cristiano, sino que me hacen renacer, el Señor me rehace en la profundidad de mi ser. Y yo entro en este proceso del renacer, me dejo transformar, renovar, regenerar. Esto me parece muy importante: como cristiano no me hago sólo una idea mía que comparto con otros, y si dejan de gustarme puedo salir. No: concierne precisamente a la profundidad del ser, es decir, llegar a ser cristiano comienza con una acción de Dios, sobre todo una acción suya, y yo me dejo formar y transformar.

Segunda palabra: herencia. … Herencia es una cosa del futuro, y así esta palabra dice sobre todo que como cristianos tenemos el futuro: el futuro es nuestro, el futuro es de Dios. Y así, siendo cristianos, sabemos que el futuro es nuestro y el árbol de la Iglesia no es un árbol moribundo, sino el árbol que crece siempre de nuevo. Por lo tanto, tenemos motivo para no dejarnos persuadir —como dijo el Papa Juan XXIII— por los profetas de desventuras, que dicen: la Iglesia, bien, es un árbol nacido del grano de mostaza, creció en dos milenios, ahora tiene el tiempo tras de sí, ahora es el tiempo en el cual muere. No. La Iglesia se renueva siempre, renace siempre. El futuro es nuestro. Naturalmente, existe un falso optimismo y un falso pesimismo. Un falso pesimismo que dice: el tiempo del cristianismo se acabó. No: ¡comienza de nuevo! El falso optimismo era el posterior al Concilio, cuando los conventos cerraban, los seminarios cerraban, y decían: pero... nada, está todo bien... ¡No! No está todo bien. Hay también caídas graves, peligrosas, y debemos reconocer con sano realismo que así no funciona, no funciona donde se hacen cosas equivocadas. Pero también debemos estar seguros, al mismo tiempo, de que si aquí y allá la Iglesia muere por causa de los pecados de los hombres, por causa de su falta de fe, al mismo tiempo, nace de nuevo. El futuro es realmente de Dios: esta es la gran certeza de nuestra vida, el grande y verdadero optimismo que conocemos. La Iglesia es el árbol de Dios que vive eternamente y lleva en sí la eternidad y la verdadera herencia: la vida eterna.

Y, finalmente, custodiados por la fe. El texto del Nuevo Testamento, de la Carta de San Pedro, usa aquí una palabra rara, phrouroumenoi, que quiere decir: están «los vigilantes», y la fe es como «el vigilante» que custodia la integridad de mi ser, de mi fe. Esta palabra interpreta sobre todo a los «vigilantes» de las puertas de una ciudad, donde ellos están y custodian la ciudad, a fin de que no la invadan los poderes de destrucción. Así la fe es «vigilante» de mi ser, de mi vida, de mi herencia. Debemos estar agradecidos por esta vigilancia de la fe que nos protege, nos ayuda, nos guía, nos da la seguridad: Dios no me deja caer de sus manos. Custodiados por la fe: así concluyo. Hablando de la fe pienso siempre en aquella mujer siro-fenicia enferma, que, en medio de la multitud, logra llegar a Jesús, lo toca para ser sanada, y es curada. El Señor dice: «¿Quién me ha tocado?». Le dicen: «Pero Señor, todos te tocan, ¿cómo puedes preguntar: quién me ha tocado?» (cf. Mc 7, 24-30). Pero el Señor sabe: existe un modo de tocarlo, superficial, exterior, que no tiene realmente nada que ver con un verdadero encuentro con Él. Y existe un modo de tocarlo profundamente. Y esta mujer le tocó verdaderamente: le tocó no sólo con la mano, sino con su corazón, y así recibió la fuerza sanadora de Cristo, tocándolo realmente desde dentro, desde la fe. Esta es la fe: tocar a Cristo con la mano de la fe, con nuestro corazón, y así entrar en la fuerza de su vida, en la fuerza sanadora del Señor. Pidamos al Señor que podamos tocarle cada vez más de este modo para ser sanados. Pidamos que no nos deje caer, que también ella nos tome siempre de la mano y, de este modo, nos custodie para la verdadera vida.

18 de febrero de 2013

La Gracia supone la naturaleza...

Hace mucho que no paso por estos lados... cuántas cosas por decir, pero mucho más por callar!!!

Comienza el último año del Seminario, sí, el octavo... con sentimientos encontrados...

Por una parte, muchas ganas de terminar, de ser cura, de estar definitivamente en una parroquia, y no sólo los fines de semana.

Por otro lado: inquietud-preocupación al saber cuántas cosas quedan aún por trabajar en uno mismo. Una sensación -basada en la verdad de la realidad- de que no estoy preparado... y quizás nunca lo esté...

Que debo CONFIAR más en Dios y menos en mí mismo, eso es a todas luces evidente. (Valga agregar a la lista los verbos: pensar, amar, vivir, (y un largo etcétera) más en Dios, y menos ...

En el año de la Fe, ayúdanos, Señor, y aunque -un poco- creemos: ¡aumenta nuestra fe!

Sigo haciendo mía aquellas sabias y benditas palabras orantes de San Agustín: "¡Dame, Señor, lo que me pides, y pídeme lo que quieras"!