En su última visita al
seminario de Roma –última por partida doble: la más reciente y la definitiva–,
el Papa Benedicto XVI compartió una Lectio
Divina con los seminaristas, a la luz de 1 Pe 1,3-5 (“Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizorenacer, por la resurrección de
Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia
incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el
cielo. Porque gracias a la fe, el poder de Dios los conserva para la salvación
dispuesta a ser revelada en el momento final.”)
El comienzo de la carta dice: “Pedro, Apóstol de Jesucristo, saluda a los
que viven como extranjeros, dispersos en el Ponto, en Galacia,
Capadocia, Asia y Bitinia, a los que han sido elegidos” (1 Pe 1,1).
Dejo, a continuación, un extracto de sus palabras,
las que –como siempre– son impresionantes. (Se me han venido a la memoria del
corazón muchos rostros, con distintas situaciones personales, de fe, etc.
Espero encuentren en estas palabras aliento y alimento para el –a veces– arduo
y estrecho camino de la fe). En ese sentido, y ya lo dejo hablar al Papa, he
pensado que si bien las palabras que siguen se dirigen a seminaristas, le caben
muy bien a cualquier cristiano. Ahora sí, con ustedes, Benedicto XVI:
… Elegidos:
me parece que vale la pena reflexionar sobre esta palabra. Somos elegidos.
Dios nos conoce desde siempre, antes de nuestro nacimiento, de nuestra
concepción; Dios me quiso cristiano, católico, me quiso sacerdote. Dios ha
pensado en mí, me ha buscado a mí entre millones, entre muchos, me ha visto y
ha elegido, no por mis méritos que no existían, sino por su bondad. Ha querido
que yo sea portador de su elección, que es siempre también misión, sobre todo
misión, y responsabilidad por los demás. Elegidos: debemos estar
agradecidos y alegres por este hecho. Dios ha pensado en mí, me ha elegido como
católico, a mí como portador de su Evangelio, como sacerdote. Me parece que
vale la pena reflexionar muchas veces sobre esto, y volver a entrar en este
hecho de su elección: me eligió, me quiso; ahora yo respondo.
Tal
vez hoy nos tienta decir: no queremos estar contentos por haber sido elegidos,
sería triunfalismo. Triunfalismo sería si nosotros pensáramos que Dios me
eligió porque soy grande. Esto sería realmente triunfalismo equivocado. Pero
estar contentos porque Dios me ha querido no es triunfalismo, es gratitud.
Pienso que debemos volver a aprender esta alegría: Dios ha querido que yo nazca
así, en una familia católica, que haya conocido desde el comienzo a Jesús. ¡Qué
gran don ser amado por Dios, de tal modo que he podido conocer su rostro, he
podido conocer a Jesucristo, el rostro humano de Dios, la historia humana de
Dios en este mundo! Estar alegres porque me ha elegido para ser católico, para
estar en esta Iglesia suya, donde subsistitEcclesiaunica; debemos estar
alegres porque Dios me ha dado esta gracia, esta belleza de conocer la plenitud
de la verdad de Dios, la alegría de su amor.
Elegidos:
una palabra de privilegio y de humildad al mismo tiempo. Pero «elegidos» —como
decía— está acompañado de «parapidemois», dispersos, extranjeros. Como
cristianos estamos dispersos y somos extranjeros: vemos que hoy en el mundo los
cristianos son el grupo más perseguido porque no son conformistas, porque es un
estímulo, porque están contra las tendencias del egoísmo, del materialismo, de
todas estas cosas.
Ciertamente
los cristianos no son sólo extranjeros; somos también naciones cristianas,
estamos orgullosos de haber contribuido a la formación de la cultura. Hay un
sano patriotismo, una sana alegría de pertenecer a una nación que tiene una gran
historia de cultura, de fe. Pero, como cristianos, somos también siempre
extranjeros, —la historia de Abrahán, descrita en la Carta a los Hebreos.
Somos, como cristianos, precisamente hoy, siempre también extranjeros. En los
lugares de trabajo los cristianos son una minoría, se encuentran en una
situación de extrañeza; asombra que uno hoy pueda aún creer y vivir así. Esto
pertenece también a nuestra vida: es la forma de ser con Cristo Crucificado;
este ser extranjeros, viviendo no según el mundo en el que viven todos, sino
viviendo —o tratando al menos de vivir— según su Palabra, en una gran
diversidad respecto a lo que dicen todos. Y precisamente esto es característico
para los cristianos. Todos dicen: «Pero todos hacen así, ¿por qué yo no?». No,
yo no, porque quiero vivir según Dios. San Agustín dijo una vez: «Los
cristianos son aquellos que no tienen las raíces hacia abajo como los árboles,
sino que tienen las raíces hacia arriba, y viven esta gravitación no en la
gravitación natural hacia abajo». Roguemos al Señor para que nos ayude a
aceptar esta misión de vivir, en cierto sentido, como dispersos, como minoría;
de vivir como extranjeros y ser incluso responsables de los demás y,
precisamente así, dando fuerza al bien en nuestro mundo.
Llegamos
finalmente a los tres versículos de hoy. Quisiera sólo subrayar … tres
palabras: la palabra regenerados,
la palabra herencia y la
palabra custodiados por la fe.
Regenerados
—anaghennesas, dice el texto griego— quiere decir: ser cristiano no es
simplemente una decisión de mi voluntad, una idea mía; yo veo un grupo que me
gusta, me hago miembro de este grupo, comparto sus objetivos, etc. No: ser
cristiano no es entrar en un grupo para hacer algo, no es un acto sólo de mi
voluntad, no primariamente de mi voluntad, de mi razón: es un acto de Dios. Regenerado
no concierne sólo al ámbito de la voluntad, del pensar, sino del ser. He
renacido: esto quiere decir que llegar a ser cristiano es sobre todo pasivo; yo
no puedo hacerme cristiano, sino que me hacen renacer, el Señor me rehace en la
profundidad de mi ser. Y yo entro en este proceso del renacer, me dejo
transformar, renovar, regenerar. Esto me parece muy importante: como cristiano
no me hago sólo una idea mía que comparto con otros, y si dejan de gustarme
puedo salir. No: concierne precisamente a la profundidad del ser, es decir,
llegar a ser cristiano comienza con una acción de Dios, sobre todo una acción
suya, y yo me dejo formar y transformar.
Segunda
palabra: herencia. … Herencia
es una cosa del futuro, y así esta palabra dice sobre todo que como cristianos
tenemos el futuro: el futuro es nuestro, el futuro es de Dios. Y así, siendo
cristianos, sabemos que el futuro es nuestro y el árbol de la Iglesia no es un
árbol moribundo, sino el árbol que crece siempre de nuevo. Por lo tanto,
tenemos motivo para no dejarnos persuadir —como dijo el Papa Juan XXIII— por
los profetas de desventuras, que dicen: la Iglesia, bien, es un árbol nacido
del grano de mostaza, creció en dos milenios, ahora tiene el tiempo tras de sí,
ahora es el tiempo en el cual muere. No. La Iglesia se renueva siempre, renace
siempre. El futuro es nuestro. Naturalmente, existe un falso optimismo y un
falso pesimismo. Un falso pesimismo que dice: el tiempo del cristianismo se
acabó. No: ¡comienza de nuevo! El falso optimismo era el posterior al Concilio,
cuando los conventos cerraban, los seminarios cerraban, y decían: pero... nada,
está todo bien... ¡No! No está todo bien. Hay también caídas graves,
peligrosas, y debemos reconocer con sano realismo que así no funciona, no
funciona donde se hacen cosas equivocadas. Pero también debemos estar seguros,
al mismo tiempo, de que si aquí y allá la Iglesia muere por causa de los
pecados de los hombres, por causa de su falta de fe, al mismo tiempo, nace de nuevo.
El futuro es realmente de Dios: esta es la gran certeza de nuestra vida, el
grande y verdadero optimismo que conocemos. La Iglesia es el árbol de Dios que
vive eternamente y lleva en sí la eternidad y la verdadera herencia: la vida
eterna.
Y, finalmente, custodiados por la fe. El texto del Nuevo Testamento, de la Carta
de San Pedro, usa aquí una palabra rara, phrouroumenoi, que quiere
decir: están «los vigilantes», y la fe es como «el vigilante» que custodia la
integridad de mi ser, de mi fe. Esta palabra interpreta sobre todo a los
«vigilantes» de las puertas de una ciudad, donde ellos están y custodian la
ciudad, a fin de que no la invadan los poderes de destrucción. Así la fe es
«vigilante» de mi ser, de mi vida, de mi herencia. Debemos estar agradecidos
por esta vigilancia de la fe que nos protege, nos ayuda, nos guía, nos da la
seguridad: Dios no me deja caer de sus manos. Custodiados por la fe: así
concluyo. Hablando de la fe pienso siempre en aquella mujer siro-fenicia
enferma, que, en medio de la multitud, logra llegar a Jesús, lo toca para ser
sanada, y es curada. El Señor dice: «¿Quién me ha tocado?». Le dicen: «Pero
Señor, todos te tocan, ¿cómo puedes preguntar: quién me ha tocado?» (cf. Mc
7, 24-30). Pero el Señor sabe: existe un modo de tocarlo, superficial,
exterior, que no tiene realmente nada que ver con un verdadero encuentro con
Él. Y existe un modo de tocarlo profundamente. Y esta mujer le tocó
verdaderamente: le tocó no sólo con la mano, sino con su corazón, y así recibió
la fuerza sanadora de Cristo, tocándolo realmente desde dentro, desde la fe.
Esta es la fe: tocar a Cristo con la mano de la fe, con nuestro corazón, y así
entrar en la fuerza de su vida, en la fuerza sanadora del Señor. Pidamos al
Señor que podamos tocarle cada vez más de este modo para ser sanados. Pidamos
que no nos deje caer, que también ella nos tome siempre de la mano y, de este
modo, nos custodie para la verdadera vida.
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