13 de julio de 2005

Sano equilibrio sonoro

El hombre taciturno, excesivamente callado, se convierte en un ser desagradable; pero los que hablan sin parar irritan y aburren a sus oyentes. Tenemos, pues, que evitar las palabras inútiles, pero sin caer en el laconismo exagerado, incompatible con la delicadeza.

-Había en Teherán, en Persia, un viejo mercader que tenía tres hijos. Un día el mercader llamó a los jóvenes y les dijo: “El que sea capaz de pasar el día sin pronunciar una palabra inútil recibirá de mí un premio de veintitrés timunes”.

Al caer de la noche los tres hijos fueron a presentarse ante el anciano. Dijo el primero:

-Evité hoy ¡Oh, padre mío! Toda palabra inútil. Espero, pues, haber merecido, según tu promesa, el premio ofrecido. El premio, como recordarás sin duda, asciende a veintitrés timunes.

El segundo se acercó al viejo, le besó las manos, y se limitó a decir:

-¡Buenas noches, padre!

El más joven no dijo una palabra. Se acercó al viejo y le tendió la mano para recibir el premio. El mercader, al observar la actitud de los tres muchachos, habló así:

-El primero, al presentarse ante mí, fatigó mi intención con varias palabras inútiles; el tercero se mostró exageradamente lacónico. El premio corresponde, pues, al segundo, que fue discreto sin verbosidad, y sencillo sin afectación.

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